NUBES VAGANTES SON CORTINAS VAGAS DEL CIELO
Capítulo 1(5.000-7000 p., 20 pag.) En casa ajena
Básil Gianaclis abrió los ojos y se encontró de pronto en
medio de la noche. Era una habitación oscura, con una tenue luz que bañaba todo
aquel espacio de un resplandor apenas perceptible. No podía recordar su nombre,
ni el lugar donde se encontraba, pero sin embargo era capaz de distinguir en
aquel espacio algunos objetos fácilmente identificables, la lámpara del techo, una
forma bulbosa suspendida en el éter, las paredes de un cuarto, inusitadamente
amplio, una cortina que trasparentaba un leve brillo, una ventana alargada.
Un súbito sentimiento de angustia atenazó su garganta. No era
capaz de recordar cómo había llegado hasta allí ni cuál era su aspecto. Abrió
los brazos para abarcar el espacio entorno y descubrió que estaba sobre una
superficie mullida, especialmente suave y que a su lado tenía un objeto
alargado y duro, un bastón que muy pronto se ajustó a su mano y que comenzó a
blandir en el aire como un sable de bambú.
Incorporado sobre aquella superficie comprobó que estaba
desnudo y que un suave albornoz de algodón se enredaba entre los brazos. El
único punto de luz¸ un resplandor plano de color verdoso, comenzó a girar en
torno, como impulsado por una fuerza incontenible. Su cabeza comenzó a girar al mismo tiempo,
provocándole una náusea intensa, que trató de contener inútilmente doblándose
sobre sí mismo.
Se mantuvo en aquella posición un instante, creyendo que iba
a vomitar, pero la sensación se calmó al cabo de un tiempo y no tardó en
recuperar una posición erguida. Descubrió que tenía la frente húmeda y que su
cuerpo estaba cubierto casi en su totalidad por pequeñas gotas de sudor. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que un leve dolor atenazaba su pierna
izquierda. Extendió su mano y descubrió que estaba marcada por una superficie
rugosa, una extensa cicatriz que recorría el muslo hasta más abajo que la
rodilla. Fue entonces cuando pensó que era mejor ponerse en pie y tomar apoyo
en aquel bastón que había agarrado fuertemente con su mano derecha.
En cuanto lo apoyó en el suelo notó que podía mantenerse en
pie sin demasiados problemas y dio unos cuantos pasos sobre una mullida
alfombra.
De repente vio un mueble alargado delante suya, una especie
de aparador oscuro, con varios objetos encima. Sobre la pared, a la altura de
sus ojos, creyó ver un cuadro de grandes dimensiones, una especie de mancha lechosa
apenas visible sobre un fondo azul y negro lleno de otros matices.
Aquella masa apenas insinuada comenzó a danzar ante sus
ojos, haciendo que las sombras se convirtieran en figuras poliédricas y que las
zonas claras empezaran a desvelar los atisbos de un paisaje.
Básil apoyó su mano sobre el largo aparador, intentado fijar
alguna de aquellas sombras en su retina, pero la oscura procesión no se detenía
nunca y cada vez le provocaba una mayor angustia.
A punto de desmayarse creyó intuir una serie de trazos uniformes
que se extendían de izquierda a derecha y que parecían trazados por una gruesa brocha.
Pero también logró percibir algunas figuras que aparecían de repente, y que de
la misma manera se desvanecían. Eran hombres y mujeres vestidos con ropas
largas, con extraños moños sobre la cabeza, con coleta y gorros troncocónicos.
Uno de ellos parecía conversar al borde de un lago, otro cruzaba un puente de
airosa silueta. También se veían peces de lomos fosforescentes y ánades que
aleteaban cerca de la orilla. La mayor parte se encontraba bajo las ramas de árboles
retorcidos o recorriendo las sendas de aquel paisajes montañoso.
En lo más alto se veían varias figuras que avanzaban
penosamente por un camino estrecho. Por un momento creyó escuchar un rumor de
címbalos, que parecía surgir de algún lugar en el interior de la habitación. Se
giró, sorprendido, pero acabó por descubrir que los sonidos provenían en
realidad del propio cuadro.
Volvió la vista a este y se dio cuenta de que todo aquello
que le estaba pasando tenía un sentido, que era él mismo el que arrastraba sus pies
descalzos por los abruptos caminos, y que aquellos cascabeles estaban anudados
a sus propios tobillos.
Fue entonces cuando comprobó que formaba parte de una larga
caravana y que sus compañeros, montados sobre cabalgaduras, avanzaban por aquel
paisaje con extraña parsimonia. Y allí estaban Aroidi, con su sombrero
troncocónico, Remaai, con una sonrisa salvaje, y Doroía, una prima lejana, que caminaba
a su lado. No sabía por qué, pero conocía su historia, el lugar de donde venían
y el lugar a donde iban.
“Ahora lo entiendo todo…”, se dijo a sí mismo, con voz
cavernosa.
En medio de aquel sentimiento de euforia comenzó a observar
otras figuras que avanzaban más abajo y pudo distinguir a un tipo con casulla, el
Obispo, que movía su báculo con un ritmo constante, y por detrás venía otro
tipo al que conocía como El Vendedor de Arenques, montado en un carromato, y por
detrás de él venía otro que se llamaba Mochuelo, que se ocultaba entre los
árboles, y aún más atrás avanzaba un hombre joven, de aspecto enjuto, que
vestía una chaqueta de lana y llevaba un libro en la mano. Era el Explorador,
el verdadero creador de aquella historia.
“¿A dónde irán?”, se preguntó, mientras el sonido de los
címbalos se apagaba y un rumor violento, el ruido de un motor de combustión, parecía
adueñarse de su cabeza. “¿A dónde irán?”
se preguntó de nuevo, en voz alta, y sintió que su visión se nublaba y que el
atronador sonido se desvanecía en medio de la oscuridad.
Cuando volvió en si comprobó que estaba tirado en el suelo, envuelto
todavía en la oscuridad de la noche. La misma suave luz verdosa bañaba aquel
espacio y se encontró a unos pasos de la cama, con el largo aparador sobre su
cabeza y la cortina de muselina a no mucha distancia. Sintió que tenía a su
lado el bastón con mango de peltre y trató de incorporarse, apoyándose en el
mueble.
Volvió a contemplar el cuadro, pero esta vez no pudo ver
ninguna de aquellas figuras. Sobre la grisácea superficie apenas pudo ver una
manchas azules y negras sobre un fondo indefinido, con algún destello
blanquecino, anaranjado y verde.
Fue hasta la ventana y apartó la cortina. Lo que contempló
fue un paisaje de su infancia, el puerto de Nemoville, el edificio en forma de
barco del Oceanic Club, la larga Avenida del Capitán Nemo, el Faro que presidía
las Atarazanas, con su estructura octogonal y su mirador en lo alto, destrozado
por las andanadas de la flota de Rocadur, que había amenazado la ciudad durante
el largo asedio antes de la caída del Explorador.
Fue entonces cuando recordó su nombre. Era Básil, el sobrino
a la fuga, el amante traicionado, el soldado de fortuna en la expedición del
norte, que había comandado el general Kalús.
“Pero ¿qué hacía allí, en una habitación del Riverside,
contemplando aquel bosque de palmeras?”
Se rio por un momento, aquel bosque eran solo tres palmeras
en un pequeño jardín frente al hotel. Desde la altura de aquel tercer piso
podía ver el duro pavimento de las aceras, un auto aparcado junto a la entrada
y los escasos matojos del seto que lo separaba de la desolada travesía.
Los adoquines del puerto parecían humedecidos bajo la espesa
luz nocturna y las escasas embarcaciones se movían a un ritmo pausado y firme.
“Pero ¿qué hacía allí?” se preguntó de nuevo.
Fue entonces cuando recordó que había llegado la tarde
anterior, en un hidroavión de hélice, en un vuelo desde el continente que había
atravesado limpiamente cuatrocientas millas marinas hasta un punto en medio del
Océano situado a 47°40'19"N y 11°36'22"W.
Se movió inquieto por la habitación buscando algún punto donde
pudiera encender una luz y se tropezó con un sillón bajo, tapizado de cuero,
sobre el que encontró una maleta abierta. Era su maleta, con un hábito de monje
desplegado por encima y un maletín abierto, con papeles que en principio no era
capaz de identificar.
Volvió a mirar el cuadro, pero permanecía incólume, sin dar
señales de vida. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en otra parte de la
habitación, sobre un frontal oscuro, había un espejo que le devolvía una
silueta encorvada y triste, sobre un fondo de luz difusa. Por un momento pensó
que había alguien más en la habitación. Se dispuso a defenderse, pero al
hacerlo se dio cuenta de que era él mismo, blandiendo aquel bastón anatómico
tan extraño. Pero aquella sombra tenía un aspecto inquietante, no le recordaba
a él mismo.
Asombrado, se acercó más y pudo comprobar como aquella
sombra caminaba con dificultad, un poco encorvada y los rasgos parecían los de
aquellas figuras que atravesaban las montañas. Tenía la cabeza rapada, una
extraña prominencia salía de su coronilla y los rasgos de su cara eran
angulosos, como los de una máscara.
Se giró un poco, para contemplar su perfil, y vio que tenía
una nariz abultada, demasiado ancha y unos ojos saltones, con los párpados
hinchados y unas profundas arrugas a los lados.
Por un momento pensó que se encontraba en un cuerpo equivocado,
que alguien había asumido su personalidad, dejándole a cambio esta otra de
origen desconocido. Fue entonces cuando revivió el momento de su llegada al
hotel, con la hermana Chân, del monasterio de Hongludi
Nanshan, en la región de Amboise.
Se vio a sí mismo cruzando la Avenida, atravesando el gran
arco de medio punto de la entrada, hablando con el recepcionista, un tipo con
chaqueta entallada y camisa de cuello italiano. El hotel había sido remozado
por completo. Los nuevos propietarios, la compañía Marriot, había puesto
muebles funcionales, largos sofás de tela y paredes de cristal por todas partes.
El suelo era de mármol, pulido, sin ningún punto de unión a la vista. El
mostrador de recepción era un gran bloque de piedra de color granate, nada que
ver con el viejo hotel, lleno de polilla y de muebles de la Belle Époque.
Tras anotar sus nombres ambos subieron a sus habitaciones y
ya no pudo recordar nada más.
Preocupado por su aspecto se tumbó de nuevo sobre la cama y
se quedó profundamente dormido. Cuando recuperó la consciencia la luz inundaba
ya toda la habitación. Se restregó los ojos y comprobó que el teléfono sobre la
mesilla sonaba insistentemente.
Lo descolgó y escuchó la voz de Chân, transparente y firme.
—Son la nueve, ¿vas a bajar? —dijo.
—Ahora no, tengo que vestirme —dijo Básil, mirando con
prevención a su alrededor.
—Pues voy a dar una vuelta, quiero conocer la ciudad —repuso
Chân.
—Vale, nos vemos más tarde —contestó Básil, y colgó el
auricular.
Se estiró sobre la cama y vio que su bastón estaba tirado
sobre la moqueta. Justo delante se encontraba el mueble largo, de color oscuro,
y el cuadro que tanto le había llamado la atención la noche anterior.
Se miró los
tobillos, asomando bajo las sábanas, y no encontró ningún arillo de cascabeles,
ni sintió el calor de las cabalgaduras que lo habían transportado por aquellos bárbaros
caminos.
Con un suspiro se
levantó de la cama, se dirigió al baño y echó un vistazo a aquel aspecto tan
bizarro que había descubierto en medio de la noche. Todo era consecuencia de una
operación de cirugía estética que se había realizado en una clínica de Amboise
para evitar ser reconocido por sus perseguidores.
Por un momento
pensó en vestir de nuevo el hábito marrón con el que había llegado, pero un
cierto cansancio y la seguridad de que ya no iba a ser reconocido por sus
conciudadanos le hizo escoger una camisa lisa y un pantalón de pinzas. También
se puso unos mocasines de ante y unos calcetines lisos. También se
enfundó una chaqueta de lana y unas gafas de sol doradas, con las que intentaba
defender sus castigados ojos.
Bajó al piso principal y localizó el antiguo restaurante. Ya
nada quedaba de las mesas de ébano, de los artesonados tallados a mano y de las
antiguas vidrieras. En su lugar unos muebles modernos, de estilo funcional,
ocupaban el espacio. Fue a sentarse en una mesa frente a una ventana alta. Desde
allí pudo contemplar el edificio del Oceanic Club y las siluetas de algunos
viandantes. Pero entre ellos no se encontraba la regordeta figura de Chân ni
los andares afectados de Policarpo Aronnax, un viejo amigo.
Básil llevaba algunos años fuera y era posible que muchos de
aquellos amigos hubieran cambiado también de aires, por lo que el encuentro con
ellos era bastante improbable. Pero lo que más le dolía era el hecho de
regresar obligado por las circunstancias: el asalto al Château de Nonsense
y la posterior persecución por parte de los acreedores.
Durante aquel tiempo había asumido muchos gastos, la compra
del Castillo, el traslado de los bienes de la Fundación Kalús al continente,
los compromisos con los albaceas de Anselmo y de Gora Vorontsov, cuyos fondos
materiales estaban depositados en sus sótanos, y sobre todo, el prestigio
perdido ante todas las instituciones a las que se había encomendado.
Precisamente para huir de todo aquello había sido por lo que
se había encerrado en el monasterio de Hongludi Nanshan y se había encomendado
al padre Sui Long, un místico de la secta Vajrayana, la misma a la que había
pertenecido Alexandra David Neel y la misma que se podía encontrar también en la
isla Crisoelephantina, en los monasterios de Guam y Zri.
El padre Long había sido el que le había recomendado cambiar
de aspecto y más tarde el que había propuesto a la hermana Chân, experta en el Libro
tibetano de los muertos, que lo acompañase de regreso a la isla. Sabía que
Básil, a causa de su delicado estado de salud, no hubiera podido hacer aquel
viaje solo.
Al ver que Chân no regresaba decidió salir al aire frío de
febrero y echar un vistazo al viejo escenario de sus andanzas.
Cuando era niño solía visitar la casa en la que habían
vivido sus padres. Se encontraba en la calle Rientes, no muy lejos del hotel.
La casa era un viejo edificio con pozo y ronzal, a donde se solían atar los
caballos de los carruajes. En la planta baja había tenido su familia una
joyería, que había pertenecido a un tal Silverio Favio y era fama que este
hombre había vuelto de América con un abultado tesoro, que había conseguido
escamotear, de modo que nadie llegó a verlo nunca. Tras su muerte la familia había
agujereado el patio y los parterres cercanos, sin conseguir encontrar el mítico
tesoro. Pese a ello la leyenda persistió en la familia y aún en tiempos de
Básil se hablaba de ello en las cenas de Navidad o en las fiestas.
Tomó por un callejón empedrado que había en la parte de
atrás del hotel y no tardó en encontrarse en la calle de los Rientes. Era un estrecho
corredor mal empedrado, con la mayor parte de las casas destruidas. La suya
estaba en medio del trayecto y aún conservaba los muros exteriores y el
escaparate de persiana de la joyería. Miró a través de uno de los huecos y pudo
ver el interior, convertido ya en un montón de escombros.
Continuó calle arriba, afianzando el bastón en los montones
de tierra que se le ponían por delante, hasta que llegó a unas escaleras de
piedra. Pasó a una plaza, angosta y llena de pequeñas casas tapiadas, y fue a
parar a una de las puertas de la muralla, con un arco de medio punto, que en su
exterior estaba flanqueada por dos cubos semicilíndricos. Desde allí se veía un
campo abandonado y un bosque de pinos que lindaba con el Mirador de Aronnax, el
lugar donde en otro tiempo había estado el edificio que daba nombre al Club
Azul.
El Club Azul tenía una casa de madera, con corredores y una torreta en una esquina, desde donde se veía el mar. Sus miembros eran disidentes de la Escuela de Marionetas y en la época en la que Básil había entrado estaba formada por unos veinte miembros, entre los que se encontraban Hugo Prudhomme y Kalús McMilkman.
Este último había sido el encargado de liberar la ciudad al final de las guerras del Explorador y había emprendido una expedición al norte de la que también había formado parte Básil.
Después de cruzar la isla de sur a norte habían acabado en la playa de Pamnia, cerca de las ruinas del palacio de Oliphant. Fue en aquel lugar donde Básil había visto por primera vez a Faith, la jefa de una tribu de Titiriteros, que había venido para pedirle a Kalús el fin de las hostilidades.
Aquel encuentro había marcado profundamente a Básil. No era solo la belleza de Faith, sino fundamentalmente la serenidad que demostraba lo que le había cautivado. Fue allí donde se enteró de la historia que ligaba a todos estos personajes.
Kalús había llegado del continente, en una expedición organizada por Gora Vorontsov, un joven escritor con una rara enfermedad que había deformado su cráneo y que le impedía exponerse al sol por mucho tiempo.
Gora vivía en una urbanización de la costa mediterránea, en la provincia de Gerona, llamada Verjel Florido y había conocido a Kalús y a Anselmo Schmitt en Bonanova, a unos ciento ochenta kilómetros al sur. Los tres decían haber conocido a una joven llamada Faith, de ojos azules, cabello rubio y rasgos llamativos, en distintas circunstancias y los tres habían perdido su rastro poco después.
Anselmo decía que había conocido a Faith cuando vivía en Oliphant, en compañía de dos hermanos gemelos, últimos descendientes de una dinastía aciaga, los Ansí, y que algún tiempo después los cuatro se habían ahogado en la playa de Pamnia, huyendo de una horda de mercenarios que habían atacado el palacio. Gora por su parte decía que la había encontrado una noche en Verjel Florido y que al cabo de unas semanas la había llevado él mismo a la estación de tren para que tomase un tren, el de las ocho de la tarde, que la habría de llevar de vuelta a la isla. Kalús afirmaba sin embargo que la había conocido en la estación del Norte, en Bonanova, y que dos días después la había llevado de nuevo hasta allí, con el objeto de que tomase aquel mismo tren.
Tras algunos avatares los tres amigos pasaron el verano siguiente en Verjel Florido y el cuatro de septiembre decidieron emprender también aquel viaje. Prepararon sus maletas, hicieron planes y se pertrecharon de todo lo necesario antes de tomar el tren de las veinte horas en la estación de Verjel Florido. Se subieron a uno de los antiguos vagones, con las dos XX al lado de las puertas, y emprendieron el largo viaje, de casi veinticuatro horas, que habría de llevarlos a la estación de Nemoville, al norte de la ciudad, excavada a pico en la ladera de una escarpada montaña.
Capítulo 2(5.000-7000 p., 20 pag.) El viaje a la luna
Capítulo 3(5.000-7000 p., 20 pag.) Sin perdón
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