La travesía había sido desagradable y larga, casi cuatro
horas de atronador ruido sobre las olas del Océano Atlántico. A la altura de
las coordenadas 47°40'19"N y 11°36'22"W el avión hizo una maniobra
arriesgada: se lanzó en picado sobre las olas y atravesó limpiamente la
superficie del océano.
Una vez del otro lado los pasajeros sintieron que la
atmósfera se había recuperado y que el mundo parecía haber vuelto a la
normalidad, aunque en una posición extraña. Recordaba muy bien el asombro de la
hermana Chân, una monja Zong del monasterio de Hongludi Nanshan, al ver el mar suspendido sobre sus cabezas. Su cara redonda mostraba al mismo
tiempo signos de admiración y espanto.
El piloto era un tipo experto y muy pronto hizo una maniobra
de estabilización, girando sobre sí mismo 180 grados y haciendo que el avión recuperase
la posición horizontal.
Lo que vieron a continuación fue una nueva versión de la
realidad. El mundo estaba compuesto casi de las mismas sensaciones de aquella
otra parte que acababan de dejar, pero había algo en el aire, en aquel cielo
que entonces pasó a brillar sobre sus cabezas, que les hacía sentirse distintos.
Por una parte la densidad atmosférica era mayor, más pastosa,
como si para respirar tuvieran que masticar lentamente, hacer un pequeño
esfuerzo suplementario. Por otra la luz que los bañaba era oscura,
misteriosa, como si estuviera teñida por un tamiz de algas, de
diatomeas y esporas esparcidas por doquier.